Por Raúl Juan José Álvarez Colón, Entre Ríos E-mail: mangaite@hotmail.com
Recuerdo con mucho cariño aquellos años de mi infancia en mi querido pueblo natal, Villaguay, vocablo que derivaría del guaraní “I yaguai”, que significa aguada del tigrecito.
Dicho esto, les contaré que allá por los años 50 Villaguay era un remanso de tranquilidad y silencio, interrumpido solamente por el griterío de los gurises que jugaban al fútbol, con aquellas recordadas pelotas de goma marca Pulpo o, en su defecto y en el mayor némero de casos, con la pelota de trapo fabricada con una media vieja.
Después, todo tranquilidad, paz y silencio. Mi familia vivía en cercanías del arroyo Villaguay, casi en el extremo de la calle Vélez Sarsfield, que por ese entonces era un largo camino enripiado, bordeado de una añosa alameda que le daba un aspecto muy particular a la entrada del pueblo.
Los domingos era una obligación ir hasta la casa de mi abuela, Rosa Córdoba, que quedaba del otro lado de la vía y que para nosotros era una aventura inigualable. Cruzábamos el alto terraplén por donde se deslizaba el “pata e’ fierro” y descendíamos luego de un corto trecho para cruzar un pequeño bañado a través de un improvisado puentecito de madera. A unos 500 metros de allí, rodeado de espinillos, guayabos, ñandubayes y algunos cactus de ricas tunas, estaba el rancho de mi abuelo Baltazar Álvarez. Hasta allí llegábamos con mi hermano y pedíamos la bendición de los abuelos:
-La bendición, abuelo… -Dios lo haga un santo , m’hijo
Y entonces sí, saludábamos a los presentes y nos íbamos a recorrer el pequeño campo en donde mi abuelo tenía algunos caballos, vacas y ovejas.