Por Juan Alberto Baretta Desde Asunción, Paraguay E-mail: jalbar@yahoo.com

Por esas cosas de la vida, estaba mi familia radicada en Ceballos, un pueblito de ocho manzanas del norte pampeano. Una tarde de junio, al ver pasar raudamente un vehículo hacia las afueras al mando del entonces Interventor de la Sociedad de Fomento (una especie de intendente) alguno murmuró que la Tina estaba por tener. Tina, mi mamá, era la Jueza de Paz de Cevallos, y por más que me tocó nacer en la vecina Intendente Alvear, de la mano del Dr. Conchez, no quiso perderse el placer de anotar a su propio hijo. Llevo con orgullo Ceballos en mis documentos como lugar de llegada al mundo.

Luego de 2 años, partimos hacia un campo en Cortines, un pueblito rural pegado a Luján, donde viví un año intenso, desde donde nacen mis primeros recuerdos. A los tres, fue cuando hice mi feliz ingreso a la bella General Pico, que se transformó en la ciudad de mis orígenes, la que llevo en el corazón y que me dio la identidad que me hace sentirme 100 por ciento piquense.

Son muchos los recuerdos y me gustaría compartirlos, para traer esos gratos momentos que nos toco vivir.

Mi primer hogar, una casa rosada enorme, destinada al encargado de la Escuela Granja, mi papá, en esos años, en la 14 esquina 103, cerquita del barrio Jardín, donde jugaba con los hijos del Dr. Golberg. En Diagonal a mi casa comenzaba el Club Independiente. Un averiado alambrado era lo que había que franquear para ingresar al club, el mismo que a los 6 años me hizo comprender que sabía nadar, al pincharme mi salvavidas camino a la pileta (aquella que estaba elevada, con ese trampolines que gastábamos de tanto jugar a “la mona”).

No hice el Jardín de Infantes (estaría jugando en alguna de las 4 manzanas de la Escuela Granja el día que paso la visitadora social), pero recuperé con creces esos días de escuela perdidos, ya que durante varios años gané el banderín de asistencia perfecta en la cercana Escuela 57. Si habremos hecho renegar a don Matos, el portero, y a su señora. Hombre serio, de piel rojiza y pocas pulgas, el maestro de música, Benusi. Muchas buenas maestras, Rosales, Ferrero, Idraste, y tantas que no recuerdo sus apellidos ya. Camino a casa, la peluquería de Galea, garantía para mi padre de una buena rapada, como esa que me dieron para salir en la foto que me sacó Filippini y todavía adorna el living de mi departamento.

Mudanza, y a vivir “detrás de la vía”. El otro Pico. Gente linda y nuevos amigos. Los Pipia, los Pepino, don Castro, mi segundo peluquero. El Club Costa Brava, las excursiones al Barrio El Molino. Los operativos nocturnos en busca de kinotos y damascos en el patio de algún vecino. Mi primer karting a rulemanes, la bicicleta de mi hermana (qué importaba que “era de mujer”).

Volví a cambiar de barrio, con destino al centro: 17 y la avenida. ¿Qué más pedir? Terminar la primaria en la misma donde comencé, la 57, en esa época de las primeras Adidas (qué manera de llorar hasta tenerlas), de esas noches tensas porque peleaba “la momia” en el viejo Canal 3, un adelantado que en la década del 60 ya brindaba su servicio por cable. Época de buen boxeo… recuerdo que haciendo la cola para comprar fiambres en el super de la esquina, Pamar, el relator de la radio gritaba que un tal Monzón le acababa de ganar a Benvenuti. Ni hablar de la noche en que Ringo le hizo sentir su rigor al gran Casius Clay antes de caer 3 veces en un mismo round. Ganadorrrrr Laudonio, decían los chicos al ganar hasta en las bolitas. Había buenos boxeadores en La Pampa, Campanino, Walter Gómez (peleó en JJOO Munich 72).

Los chicos… Esos que los fines de semana pedaleaban hasta la laguna de la rotonda de la 9 (con la que tienen ahora, me da vergüenza decirle laguna a esa) para sacar una mojarrita, o un poco más lejos, camino a Metileo, hasta las famosas canteras, ese mismo camino que un día se llevó al Rulo Prieto, cuando con su Mini pedaleaba imaginando una tarde de pesca a pleno.

Quién no recuerda ese fin de semana en que batimos el record de altura en salto con paracaídas, más de 12.000 mts, con ese Hércules girando y girando buscando en su altímetro el número que los metiera en el Guinness. Qué cara pondrán los chicos de hoy cuando les cuente que Boca jugo por los puntos, en el barrio Talleres, cuando Ferro jugó el Nacional.

Las noches de corsos en la 17, a pura espuma y martillazo. A las 12, cuando la bomba anunciaba el final, sólo quedaban los guapos, tremendas batallas comenzaban. Supuestamente de globos de agua, pero no faltaba algún camión desde donde hasta choclos tiraban. El Rancho, un restaurant al lado del cine Ideal alambraba su frente, por las dudas. Y las mesas de la confitería del club Pico Fútbol, servían de parapeto para los francotiradores.

Hablando de cines, el Gran Pampa, para las pelis buenas y las matinés; el Centenario para las prohibidas, y el Ideal para ver dos al precio de una y no tan malas.

Si querías comer barato, tenías que ir al Júpiter, si te animabas. Y el fin de semana, en el autódromo podías encontrarte con la definición del campeonato argentino de F4 (hoy Formula Renault) con la consagración del chileno Eliseo Salazar, quien en su éxtasis le prestó un par de vueltas a algunos audaces de las picadas, que recorrían más el pasto que la pista. Y si todavía no te habías cansado, en la vía y la 24 siempre había algún circo y nadie quería perderse el desafió con el oso.

Muchísimos recuerdos, y tantos que faltan… Disfrutemos de traerlos a la memoria.

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