La filosofía de la impunidad

El acceso a la información pública y la noción de un Poder Judicial abierto y más transparente son una utopía en la Argentina de hoy. El trillado viejo chiste «¿cuál es el colmo de un bombero? Tener un hijo chorro» podría ser aplicado al ideario penal de Justicia (i)Legítima. Sólo así se puede comprender que hace unas semanas dos jueces de la Sala II de la Cámara de Casación Penal consideraron que «la pena de prisión perpetua no puede exceder los 25 años» y dispusieron que el asesino, condenado por matar a cuatro personas, saliera en libertad. Pese a ocupar el segundo lugar en el podio de los asesinos seriales contemporáneos, superado sólo por Robledo Puch, y a ser condenado a reclusión perpetua por tiempo indeterminado, los magistrados Ángela Ledesma y Alejandro Slokar, el delfín de Zaffaroni, consideraron que correspondía aplicar el principio de la ley más benigna en favor del acusado.

No debería sorprendernos: entre 2012 y 2014, el 95% de las causas de narcotráfico, con condenas de entre 3 y 13 años dictadas por Tribunales Orales en lo Criminal Federal (TOCF) que llegaron a la Sala II de Casación -integrada entre 2012 y 2014 por Slokar, Ledesma, Ana María Figueroa y Pedro David, quien suele votar en disidencia-, fueron anuladas y los condenados, absueltos y liberados.

Si los jueces hablan -y por lo visto ascienden en el Poder Judicial- a través de sus sentencias, la locuacidad del flamante presidente de la Cámara de Casación Penal, Alejandro Slokar, no deja resquicio alguno de duda. Uno de los precursores y armadores políticos de Justicia Legítima e inclaudicable colaboracionista del régimen kirchnerista, no sólo falló a favor de Felisa Miceli, cuya condena a prisión quedó en suspenso, sino que además sobreseyó al funcionario Uberti, acusado en la causa por la «valija» de Antonini Wilson. Dispuso también el aumento de sueldos a los presos, que superan la jubilación mínima de quienes vivieron y trabajaron respetuosos de la ley. Y, siguiendo la visión parcial del derecho que acompañó el sesgo cultural de la era K, se niega a conceder arresto domiciliario en los juicios por delitos de lesa humanidad, aun cuando se trate de condenados de 80 años.

Slokar declaró inconstitucional el artículo 14 del Código Penal, según el cual «la libertad condicional no se concederá a los reincidentes», al alegar que dicho artículo 14 colisiona con el artículo 18 de la Constitución nacional, consagrado a las garantías. Semejante pirueta jurídica le permitió excarcelar a un asesino multirreincidente.

Pero tal vez se lo recuerde en el futuro por su responsabilidad en colaborar con la impunidad en los delitos de narcotráfico, al exculpar desde el narcomenudeo hasta las causas más escabrosas del crimen organizado. Declaró constitucional la tenencia de estupefacientes en la cárcel valiéndose de la pomposa frase «la libertad no termina en los muros del penal» y omitió que la pena consiste precisamente en la restricción de ciertas libertades. Y aunque estimado como un adalid de los derechos humanos, paradójicamente reforzó con este fallo la dependencia perversa del interno respecto de los penitenciarios que le proveen la droga.

Jugando en las grandes ligas, liberó en 2012 a un narcotraficante que trasportaba 50 kilos de cocaína en su auto y declaró inconstitucional la revisión de los vehículos por la policía sin orden judicial. Tarde pero segura, a fines de 2015 la Corte Suprema revocó el fallo slokariano que impedía controlar el crimen organizado.

Es muy larga la lista de casos de dealers, «mulas» y traficantes liberados gracias a los tecnicismos de un tribunal que es capaz de desestimar hasta el hallazgo de 340 kilos de droga en un avión. En sus fallos, de una precariedad jurídica sólo explicable por su servicio a la impunidad, una escucha telefónica ordenada por el juez es «injerencia» o «intrusión» en la vida privada. La investigación de una fuerza policial, un «operativo de pesca». En «La ley de los sin ley», artículo académico publicado en diciembre de 2013 en la revista Derecho Penal, declara: «Aunque se considere que la pena de prisión es una pena corporal y no temporal, no puede omitirse que se enuncia en tiempo y que la persona es esencialmente un ser temporal». Y prosigue: «La sentencia impone una pena que se pronuncia en tiempo físico o lineal mensurable (asimilable al espacio) y que puede dimensionarse en un único acto, pero se ejecuta en un plano distinto, el del tiempo existencial y vivenciado, que no puede expropiarse sino en una larga sucesión de actos». Amparándose en el principio de humanidad, el autor critica la «supresión de un derecho (como la vida con la pena capital o la libertad en un encierro de por vida)», pasando por alto que en nuestro corpus jurídico no existen ni la una ni el otro, pese a que los asesinos por él liberados ejercieron la pena capital sobre sus víctimas y eliminaron su libertad para siempre. Ahondando en abismales elucubraciones filosóficas, el autor señala que «es imposible evitar que la privación de libertad se calcule en tiempo lineal y se cumpla en tiempo existencial». Pero esta asimetría -entre un tiempo convencional y mensurable por las agujas del reloj o el calendario, y otro tiempo existencial cuyo pasaje se produce en la conciencia, única e irrepetible-, sostiene el autor, no es contemplada por la ejecución de la sentencia penal que «fija una pena en tiempo lineal que se cumple en el tiempo existencial del penado». El autor parece olvidar que las víctimas ni siquiera pueden padecer esa asimetría temporal, pues el penado arrancó su vida en todas las dimensiones temporales. Ya no hay cronologías, sólo ritos de evocación. Ya no hay tiempo existencial, sólo espacio plenificado por un material orgánico en descomposición.

Además, para no reducir el argumento a un plano meramente retributivo, debemos advertir que toda acción humana sufre la escisión entre el tiempo cronológico y el existencial: una carrera universitaria, una espera en el dentista, toda experiencia vivencial está atravesada por dicha distancia.

Concediéndole un broche kantiano a su miopía intelectual, recurre a «un imperativo ético: los encierros se transforman en nuevos holocaustos de la modernidad tardía». Un eufemismo más, una confusión más, articulado en un mero juego de lenguaje que opaca los hechos. Sin embargo, debemos reconocerle que admite que «el mito de la resocialización? es incapaz de cumplir su función instrumental, incluso la inoculizadora, si se tiene en cuenta la alta cifra negra» del delito.

La complicidad judicial no sólo afecta los casos de tráfico de drogas. No caigamos en una nueva grieta: es tiempo de denunciar la impunidad del abolicionismo perpetrado por Justicia Legítima como crimen contra los derechos humanos de las víctimas no sólo del narcotráfico, sino de toda forma de violencia en democracia.

Diana Cohen Agrest, Doctora en filosofía (UBA) y ensayista. Miembro de Usina de Justicia

Fuente: LANACION – La filosofía de la impunidad

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