Combatiendo a la tecnología al igual que al capital

Reproduzco más abajo una nota publicada en LA NACION por considerar que puede ayudar a tomar conciencia -o a refrescarla en todo caso- sobre el hecho de que, en Argentina, el gobierno nacional es uno de los principales impulsores de la pobreza, la desigualdad social y la ignorancia. Sobre ello, me permito opinar brevemente, sin anestesia…

Digámoslo con todas las letras. El partido justicialista -que es el que hoy gobierna la nación Argentina- es un manojo de mafias y «mafiecitas» cuyo fin último es el poder.

Una forma de definir la naturaleza intrínseca del justicialismo es pensarlo como una cooperativa electoral, que habitualmente es vista por el electorado como un conjunto de listas o lemas, con propuestas diferentes, caras diferentes y hasta «actuando» el papel de ocasionales opositores. Todo vale, mi amigo, a la hora de quedarse con tu voto y diluir el voto hacia otras fuerzas o propuestas no justicialistas.

Prestando un poco de atención a nuestra breve historia democrática, notarás que cada vez que busca el poder, esta «cooperativa electoral» apela al voto de los necesitados, de los «excluidos»,  y que sus representantes se proclaman abanderados de sus reclamos de justicia social.

Apelan a un libreto remanido pero efectivo: hablan de Evita y de Perón, cantan la «marchita», y reparten choripanes, chapas y colchones. Sus representantes más contemporáneos incluso te pagan «chash» para que vayas al acto, hagas bulto, hagas ruido, y si hace falta, hagas quilombo… tanto quilombo como sea necesario, incluso para desestabilizar al gobierno democrático de turno.

Estos usurpadores de la simbología peronista requieren para garantizar su existencia -vale decir, su caudal electoral- que una porción grande del pais se encuentre permanentemente sumergida bajo la línea de pobreza, sin dignidad, sin educación, sin oportunidades. Son millones de hermanos argentinos, a quienes manipulan generación tras generación apelando al arte del engaño, a la dádiva y a la promesa de un futuro que nunca será, al menos mientras de ellos dependa.

Luego de este brevísimo introito, paso a compartir con todos la nota que mencionaba al comienzo, y que se refiere a la intención del gobierno nacional de gravar la tecnología, la cual me pareció por cierto muy bien escrita.


 Publicado en LA NACION el 19-08-2009
Por Alejandro Rozitchner

El impuesto a la tecnología es una idea sensacional: ¡garantiza el atraso y la pobreza por décadas! ¡Nos instala de una vez por todas en el fundamental ámbito del pasado, la memoria, en la valiosa historia, lejos del peligroso progreso, de la ambición del presente y del posible bienestar!

Supongamos que todas las ineficiencias e ilegalidades del actual gobierno nacional no lograran seguir hundiendo al país como lo hacen hoy, o que la próxima administración, más sensata y trabajadora, corrigiera en los próximos años el rumbo hoy instalado, ¡la brecha digital, bien consolidada, es un recurso ideal para poder continuar con el clientelismo y los movimientos populares! ¡Una verdadera garantía de cretinismo y falseamiento de todo! ¡La tecnología y sobre todo Internet son de derecha y es necesario marcarles un límite!

Es claro que Internet es enemiga de lo popular: en vez de cultivar el conjunto de los necios amuchados (acepción correcta del vocablo «pueblo» -ver Nuevo Diccionario de Realidades Escondidas-) cultiva y exalta a las personas, las hace comunicarse, pensar, leer y escribir, hablar, enterarse, ser creativos, activos, despiertos, eludir controles y concebir nuevos emprendimientos productivos. ¡Hay que cortar con esos nuevos aires del mundo, con esa maldita tendencia a sumar ciencia con capacidad práctica y con transparencia y encima con disfrute! ¿Adónde llegaríamos de seguir así, adónde, Dios mío? ¿Ya no hay amor por la oscuridad, el sinsentido, la soledad, el dolor como clave de la existencia? ¿En qué frivolidad pretenden instalarnos? ¿Y nuestra tradición de sufrimiento, lejanías y meritorios padecimientos?

Más allá de los chistes (y de su valiosa función expresiva y orientadora, no hay por qué negarlo), ¿pueden los políticos convencionales que dominan la actividad legislativa, desconocer hasta tal punto las realidades de nuestro tiempo como para imaginar una medida tan retrógrada y mezquina como el impuesto a la tecnología y favorecer el consecuente incremento de la infinitamente relevante brecha digital? ¿Pueden creer, por un momento, que esto beneficiará a algún trabajador argentino, más allá de las artificiales condiciones que tratan de generarse para sostener una falsa competitividad, como entre nosotros se acostumbra?

Mi primera reacción, como la de muchos, fue la de pensar que se trataba de un descuido o de un rasgo, digamos, propio de rústicos. «No saben», podía uno pensar, «no conocen el rumbo de un mundo hiperconectado, viven en despachos, muchos vienen de provincias lejanas, otros no han tenido una educación demasiado eficaz, en general se dedican más a la rosca que al logro»: esas cosas que uno piensa, o sabe, de los políticos habituales, de los de siempre.

Pero después me di cuenta de que a esta política (a esta política corta, peronista, radical, izquierdista sonsa, resentida, populista, corrupta, falta de grandeza, de deseo, de visión, alimentada por un sentido común que ama la crítica y el resentimiento y al que le cuesta ejercer la pasión de vivir y sí, me refiero al gobierno y sus aliados) le conviene que la tecnología, la digitalización, Internet, y la nueva cultura, no crezcan demasiado. O demasiado rápido, porque el crecimiento es imparable.

Ni siquiera es algo que deban pensar. Lo sienten. Tanto el político como el sindicalista como el empresario como el profesor como el funcionario anquilosado, repatingado en la existencia cuidando un pedacito de espacio y renta (entendiendo un puestito en la administración también como una renta, la renta «popular»), saben, por pura piel, captan, por inevitable intuición, que la tecnología tiende a subir el nivel de exigencia y eficacia de todas las cosas, desde los trabajos universitarios hasta las gestiones públicas.

¿Y quién quiere trabajar más? ¿Acaso esperan que yo lo haga todo? ¿Qué sea el único que trabaje? ¿Qué haga más por esto que gano? No, apaguen las máquinas y vamos a casa. ¡Es mi derecho, me lo gané, soy honrado y defiendo las causas justas, a mi no me vengan a pedir, encima, que sepa hacer algo! ¡Basta de tecnología emancipadora, volvamos a prender las velas de la ignorancia y la cerrazón, para acercarnos a la justicia de la escasez y el honor del vacío! Lo único que falta ahora es que cualquier burgués que quiera comprarse un celular o una computadora lo pague a precios internacionales: ¡para conservar nuestro atraso es necesario que tenga que gastar más del doble! Así aprenderán esos traidores de la tradición.

O sea: no, no es desconocimiento, el de un gobierno capaz de adoptar la madre de todas las medidas retrógradas posibles, es mero feeling de supervivencia. Vamos a decirlo una vez más, con claridad: la tecnología es enemiga del peronismo K (así como hay Gripe A, hay también peronismo K, otro virus peligroso, temido también en el mundo entero, y que está por suerte en remisión -aunque no se calcula el daño que va a hacer antes de concluir su desaparición-). La tecnología es enemiga del universo K, porque ella es la emisaria de un mundo distinto, es una cómplice de ese crecimiento y de esa maduración que llevarían al país a superar ese virus retardatario.

Hago hincapié en Internet porque ella muestra con claridad el alcance de una nueva cultura, pero por supuesto que el impuesto que afecta a la tecnología en general produce la misma consecuencia en todos los niveles. Este es uno de esos temas que superan la necesidad de la comprensión y el análisis. Hoy necesitamos no sólo entender que la ley mencionada tendrá grandes efectos negativos: tenemos que hacer algo. Y hay que hacerlo ya.

Periodista Digital

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